Las Montañas más Grandes también se Hunden
Hace unos días, atravesé la Los Caenes,
mientras corría de vuelta a Cabrerizos con mis gastadas zapatillas de montaña, dejando a
un lado la vía del ferrocarril. Era una mañana soleada, fresca, de primeros
de otoño y no había un alma recorriendo los senderos. A mi derecha estaba el
río, emanando un olor de ropa vieja en una habitación sin ventilar, y los
primeros rayos de luz se filtraban entre las ramas de los árboles a ambos lados
del camino. Aún estaba un poco dormido, pero avanzaba atento a cualquier
obstáculo. Al pasar junto a una de las viejas casas que asoman junto al camino oí un grito aterrador. Sabía que se trataba de un viejo
recuerdo, no que estuviese siendo testigo de la escena de un crimen, pero el
volumen con el que se reprodujo en mis oídos me puso la piel de gallina. Era mi
padre gritando. En aquella cercana aceña mi padre se rompió la cadera mientras se
esforzaba en convencerme, a comienzos de un lejano verano, de meterme en el río para que perdiese mi miedo al
agua. Era la primera vez que veía una construcción como esa y mi padre, situado
en lo alto de la misma, intentaba engatusarme para que le acompañara. De repente,
ante uno de mis desmanes, avanzó por el borde para intentar cogerme
desprevenido pero logré zafarme, perdió pie y, al tratar de mantener la
verticalidad, su pierna derecha cedió y profirió un grito desgarrador. Era la
primera vez que oía gritar de dolor a un adulto, y la primera vez que vi llorar
a mi padre. Las lágrimas se asomaron a su rostro. Él que optaba por reírse cuando
se cortaba con el cuchillo o cuando se machaba un dedo tratando de reparar una
nueva herida que aparecía en nuestra vieja casa. Allí estaba, en traje de baño,
roto y desvalido. Mi madre tuvo que caminar aún un par de kilómetros hasta el
teléfono más cercano desde el que llamar a una ambulancia. Yo tenía apenas
cinco años y, mientras mi madre regresaba, mi padre, roto de dolor, trataba de serenarme a mí y mis hermanas buscando en su memoria
alguna anécdota divertida que contarnos.
La cadera de mi padre siguió dándole problemas, desde
entonces, cada poco tiempo, a veces a causa de haber hecho un gran esfuerzo en
el trabajo o, con el paso de los años, ante un simple cambio de tiempo. La
última vez que recuerdo que tuvimos que llevarlo de nuevo al hospital a causa
de su maltrecha cadera le ocurrió paseando por La Flecha. Mi padre apenas
paseaba ¿Qué estaba haciendo allí aquella mañana de noviembre? Por lo que
contaba había decidido dar una vuelta por la zona para recordar sus escapadas
de infancia, y volver a recorrer los caminos que tanto gustaban de pisar Fray
Luis de León y Miguel de Unamuno. Asomado a uno de los salientes desde donde
podía contemplar en el horizonte la sierra de Gredos y seguir el curso del río Tormes, al sortear un escalón, la
rodilla no aguantó el peso y la cadera volvió a decir basta. Un ciclista que se
encontraba en la zona se lo encontró y le ayudó a llegar hasta la carretera en
lo que llegaba la ambulancia a recogerle. En el hospital le tuvieron que abrir
la cadera y reconstruírsela con una prótesis de titanio para lograr estabilizársela.
Desde esa operación nunca más volvió a quejarse, pero ya nunca pudo ser capaz
de levantar la pierna derecha más de un palmo del suelo sin ayuda.
Muchos años después, montado en mi bicicleta, buscando los
caminos que rodean la casa sonde mi padre se crió y quiso vivir toda su vida.
Me vi deseando que mis sobrinos me escuchen
jamás gritar de dolor ni de desesperación.
Las Montañas más Grandes también se Hunden
Reviewed by Ignacio Bellido
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15:35
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