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Hacerse un Calvo. Un Gesto de Amistad



Le delatamos hace muchos años. Fue un jueves por la noche. Nos habíamos reunido para beber y fumar hachís en su casa como hacíamos casi todas las semanas. Nada hacía presagiar que iba a suceder algo extraordinario. Como cualquier pandilla aprovechábamos que el viernes no teníamos clase en el universidad para reunirnos a tomar litronas cerveza y mezclar con refresco de cola el vino más barato que encontrábamos en el supermercado. Eran buenos tiempos. Las horas pasaban rápidamente con el ruido de nuestras conversaciones sobre la sociedad líquida de Baumann, los importantes avances científicos en el estudio de la microbiota o el futuro incierto que nos esperaba después que Madrid no hubiese sido designada como ciudad olímpica.

Nos movía la curiosidad y el deseo de experimentar. Habíamos llevado a cabo experimentos no cientifícos para comprobar las consecuencias de fumar comida para peces o inhalar ajo en polvo. Vivíamos en una búsqueda continua de nuevas experiencias. De repente, esa noche algo captó mi atención. Se trataba de un detalle menor relacionado con nuestro anfitrión. Un suceso trivial que marcaba el fin de una etapa. No se trataba de algo inesperado, albergábamos todos alguna sospecha y, en algún que otro momento, lo habíamos comentado de pasada, sin darle mayor importancia. Pero, esa noche, la realidad nos abofoteó con fuerza sacándonos de nuestra burbuja.

El hecho era evidente, pero ninguno parecía reunir el arrojo para poner las cartas sobre la mesa. Nuestro anfitrión se comportaba con normalidad, ajeno al insulto que nos estaba lanzando a la cara. Era algo que tenía en la cabeza, mejor dicho, que había dejado de tener. Algo inaudito a los veintipocos años. Me levanté varias veces y, con cierto disimulo, pude observar con mayor detenimiento. No había duda. Nuestro anfitrión y amigo había cometido el mayor de los pecados. Se había quedado calvo. Sí, nos lo llevaba aviando un tiempo.

Primero cuando cambió su melena a lo Fernando Redondo por un corte de pelo a lo cenicero que entendimos como un acto reflejo tras haberse sacado el carné de conducir sin haber cumplido la mayoría de edad. Estética fue rápidamente reemplazada por un corte en el que, aún manteniéndose corto, renunciaba a los pelos de punta y recuperar parte de lo que era dejándose una coletilla. Se notaba que había superado la selectividad y entraba con pleno derecho en la universidad. Estos fueron los avisos que no supimos entender a tiempo, para evitar la tragedia que, ni de lejos, supimos vaticinar. Vivíamos con la certeza de que la calvicie a los veinte años no existe. Sin embargo, es noche teníamos delante a nuestro amigo para demostrarnos lo equivocados que estábamos.

Creo que no fue consciente de la decepción que nos había provocada. Cómo era posible. Creo que no era consciente del daño y el sufrimiento que esa noche nos estaba causando a todos. Podríamos haber esperado cualquier cosa de él. Pero esto era demasiado. Sí, nos había estado avisando de lo que había los últimos meses. Ni aún así. No es admisible que quien crees un buen amigo tuyo te presente su calvicie a pleno rendimiento de aquella manera. Ni yo ni ninguno de los que estuvimos allí esa noche, se lo hemos perdonado. Por mucho que hayamos mantenido la amistad, hayamos acudido a su boda y celebrado su paternidad. Detalles como ése duelen, duelen mucho. Por mucho que pase el tiempo uno no consigue olvidarlo.

Es imperdonable estar calvo en la universidad y actuar como si no pasara nada. Es una grosería. Y, lo peor de todo, es que te dé igual. Se comportaba como si todo siguiese su curso con normalidad. Hablaba, ese jueves, sin afectación del del homo ludens de Huizinga con la misma vehemencia que las noches anteriores. Menudo sinvergüenza. Recurriendo a temas morbosos para ocultar su alopecia. Qué falta de sinceridad con sus amigos. Y no sólo con nosotros, entiendo que con su familia y con su pareja hacía lo mismo. Estar con ellos en sitio públicos con su calvicie prematura a plena luz del día. Se reía de todos a la cara.

Antes de alcanzar la media noche, decidimos poner fin a su farsa. Optamos por recopilar pruebas irrefutables de su calvicie. Cada uno de los presentes nos dedicamos a peinar una zona de la casa en busca de indicios. En apenas unos minutos encontramos lo que buscábamos. Lo primero que hicimos fue llevarle hasta su cuarto de baño. Con toda la delicadeza le preguntamos por qué no había champú, qué había hecho con los peines y dónde estaba la gomina con la que, tiempo atrás, tantas noches nos había sorprendido. De ahí le llevamos a su cuarto, encendimos su ordenador y rastreamos con él las fotos en las que aparece en el último año. Ni se inmutó ante lo que veía. Decenas de fotos, de día distintos y en horas dispares. En ninguna de ellas se le veía despeinado. El descarado de él ni se inmutaba.

Aprovechando el recorrido para la reconstrucción de los hechos. Me escabullí al salón  y cogí la cartera de nuestro anfitrión. Estaba seguro que allí iba a encontrar la evidencia con la que se desmoronaría. Era mi amigo y sé que iba a dolerle, pero tenía que hacerlo. Estando todos sentados me levanté y blandí su cartera ante la mirada de todos. Allí estaba la prueba definitiva. Abrí la cartera, saqué una a una cada una de las tarjetas que había allí dentro. Dos tarjetas de crédito, el documento de identidad, la tarjeta sanitaria, un calendario de un taller mecánico, un par de boletos del euromillón caducados, un ticket de compra, el carnet de la universidad y la tarjeta de visita de su aseguradora. Allí estaba la prueba. En su cartera no había ninguna tarjeta de fidelización de ninguna peluquería. Ningún peluquero le había dado su tarjeta por una sencilla razón. No iba a ninguna. Llevaba años sin pisarlas. En ese momento le pregunté “Pongamos fin a esto de una vez y sé sincero por favor, ¿tú eres calvo?”. Su respuesta no dejó lugar a dudas “Sí, claro que soy calvo”.

Su respuesta desató un grito de júbilo al vernos capaces de desenmascarar la verdad. Pero, unos segundos después la alegría dio paso a un silencio sepulcral. Teniéndole delante caímos en la cuenta de que con su confesión no nos dejaba otra alternativa que irnos de su casa, de abandonarle. Con su respuesta nos ponía en una tesitura que requería calma y mucha reflexión. Teníamos que dejar a nuestro anfitrión en cuarentena, no sabíamos por cuánto tiempo, pero no podíamos consentir en nuestro grupo a un calvo.

Hacerlo nos obligaba a todos a cuestionarnos nuestras sansónicas melenas, el negro de nuestras prendas y nuestros gustos musicales. Si queríamos seguir teniéndolo como amigo íbamos a tener que renunciar a disfrutar del  heavy, al deseo de ser punkys, comenzar a reconocer nuestros cartones en un malabarismo de espejos y renovar nuestro fondo de armario con  jerseys de pico. Por amistad, renunciamos. Decidimos renegar de nuestra castellana genética capilar y nuestro folklore velloso. Dejamos de ser punkys de un día para otro y hemos tenido que mirar para otro lado a la moda de ser hipsters. Renunciamos a todo por la antinatural calvicie de un amigo.

Todos hemos cambiado. Menos él. Sigue siendo un impresentable que no alberga pudor alguno. La semana pasada comenzó sus vacaciones y desbordó nuestro grupo de chat con decenas de fotografías de su ruta por Turquía. En apenas diez días percibimos un cambio asombroso. Se le veía distinto. Un detalle menor pero que parecía haberle cambiado por completo. Haciendo zoom en la foto encontré la respuesta. Se ha hecho un injerto de pelo.
Hacerse un Calvo. Un Gesto de Amistad Reviewed by Ignacio Bellido on 12:18 Rating: 5

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