El día que murió la Unión - Ignacio Bellido
El día que murió la Unión
Llegado mayo, echo de menos poder disfrutar de mi primer gran amor.
Recién estrenado el mes de mayo siento un vacío. Años atrás,
por estas fechas en Salamanca siempre nos jugábamos algo. Vivíamos para
alcanzar sueño de un ascenso o escapar de la pesadilla de un descenso de categoría de la
Unión Deportiva Salamanca. Hoy, esa angustia, ese deseo, se han desvanecido como lo hace el gran
amor perdido. Sé que, aunque busque amores nuevos otros que lo reemplacen y ocupen el vacío expandido en el corazón, no podré volver a sentir con el mismo
deseo ni con la intensidad que la quise a ella.
Se trataba de una relación que habíamos forjado durante
años. Primero viendo las noticias del equipo en El Adelanto, aunque sólo viese
los números y las fotos, estudiando cada semana la clasificación y haciendo cábalas
de los posibles resultados. Aquí empezó un amor, como inician todos los grandes amores, fruto de una idealización, de un ensoñamiento infantil. De los castillos en el aire de lo que creía que
aquello sería: el olor del césped, el sonido rugoso de los cánticos, el retumbar del
espacio, los movimientos de esos ídolos que siempre veía petrificados en
fotografías… Sueños que no tardaron en hacerse reales cuando, aun siendo un
crío, fui por primera vez al Helmántico, un domingo por la tarde, guiado por mi
padre.
Fue el primero de los muchos domingos que estarían por llegar.
Domingos en los que siempre se despertaba una llamarada de pasión aunque tratase de mostrar
indiferencia y una cierta indolencia para no mostrar mi dependencia de ella. En las gradas del fondo sur aprendí casi todo acerca del amor:
del dolor por la falta de entrega, de las perforaciones en los costados cuando no se cumple lo prometido, de cómo
un detalle es capaz de desatar la mayor de las pasiones o atormentarte de furia, de la certeza de no
querer volver a ver a tu enamorada recién terminada la cita cuando te marchas con el corazón herido y de
lo lento que pasa el tiempo cuando, durante e verano, nos veíamos obligados a pasar largo tiempo sin vernos.
Hubo años en los que renegué de la Unión, traté de serle
infiel con amantes más poderosas, más atractivas, con más posibilidades pero
nunca dejé de seguirla a escondidas. Me preocupaba cada semana por su salud,
vivía pendiente de su ánimo, me alegraba por ella y, sobre todo, sufría con
ella. La distancia hizo que, a mi regreso a las gradas, la certeza de que
estaba ante el amor de mi vida y para toda la vida.
Muchos jugadores pasaron lucieron sus colores, defendieron
el escudo y consolidaron nuestro amor. Recuerdo cómo los últimos años Quique
Martín o Gañán se afanaban en alargar una relación que no quería perder su
intensidad. Sin embargo, hubo una mañana de domingo en que el corazón de mi
amada se quebró para siempre. Fue un aviso de lo que nos tenía deparado el
porvenir.
Una mañana soleada de octubre el corazón de la Unión dejó de
latir. El marcador marcaba el minuto 59 cuando Miguel García se desplomó sobre
el césped. El silencio se apoderó del estadio, el pánico se asomó a los rostros
de los futbolistas y el corazón de los aficionados quedó congelado. Era una
señal, estábamos ante el principio del fin.
Llevábamos mucho tiempo soñando viejos sueños renovados en
una ciudad en la que, hace años, se privó a sus gentes de la capacidad de
soñar. Una ciudad cargada de historia, de tradición, de piedras pesadas y frías
como lápidas. Una ciudad ideal para sepultar las esperanzas de los que se
quedan. Una ciudad vieja, en la que se prohíben los gritos y en la que sí, se
puede amar, pero sólo a escondidas.
Aquel mediodía de octubre supe que mi amor se iba, que no
volvería. Que no sólo se iba el amor al equipo de mi ciudad, sino que con él se
escapaba una parte de mí, de mi ciudad y de mi gente. Se iba una parte de todos
nosotros. Ese sentimiento, lo tuve yo, lo compartimos todos y no dijimos
ninguno. Esa mañana mi equipo se moría en una ciudad que hace tiempo se instaló
en la agonía.
Esa mañana de octubre supe de lo amargo del amor cuando aún
se está disfrutando aun sabiendo que se va a perder. Sí, hoy, ya no estás pero
quiero confesar al mundo que, aunque ya no estás, yo, como muchos viví contigo
una breve historia de amor. Un amor que me va a durar toda la vida. ¡Hala
Unión!
El día que murió la Unión - Ignacio Bellido
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