El silbar de la serpiente - Ignacio Bellido
El silbar de la serpiente
Cada mañana en la línea C-5 de cercanías de Madrid me encuentro a un hombre que sale a buscar a la mujer de su vida. Esta es su historia.
El sonido de las gotas de agua estallando contra la
cerámica del plato de ducha marca el comienzo de un nuevo día. Son las cinco de
la madrugada. Tiene una hora para terminar de ducharse y afeitarse, ponerse su
pantalón gris marengo, camisa blanca adornada de corbata estrecha y sus
zapatillas Converse Chuck Taylor II edición limitada. Desayuna con las prisas
de quienes tienen algo importante que hacer y se lanza a la calle, como cada
día, con la seguridad de que hoy no será sólo el día de salir a buscarla, sino
de encontrarla.
A las seis de la mañana ya está apostado en la entrada
a la estación de Sol anhelando su llegada. En los últimos ochos meses no ha
faltado a su cita, recorrido las líneas de metro y cercanías asomándose a la
puerta del tren en cada andén. Cada día, hasta las doce de la mañana espera
verla venir con la ilusión del enamorado que espera a su enamorada. Mil
quinientas horas y más kilómetros recorridos con dos preguntas asomadas a la
punta de su lengua. Dos preguntas que,
otro mediodía más, volverán de regreso a casa sin ser pronunciadas.
Los siete minutos que tarda en regresar, una vez de
vuelta en el punto de partida, a casa son eternos. Es un viaje a los extremos
de uno mismo, donde el joven que amaneció ya no existe y ha dado paso al
cadáver de sí mismo. Desanda el camino a paso lento, con un andar vacilante, sin apenas levantar
los pies del suelo, como si esperase que el próximo paso fuese el último. Sus
hombros se muestran rendidos al peso de una carga que los mantiene hundidos,
sin poder salir a flote. Las facciones de su cara se han quedado diluidas,
borradas en un rostro que ya no dice nada, la cara de quien lleva meses
durmiendo poco y soñando nada.
Ya de nuevo en casa se acomoda en su butaca. Es en
ese momento cuando comienza a picarle la cicatriz que recorre toda su espalda,
como una serpiente que se ha enredado en su columna y asoma la cabeza en su
nuca. Sabe que este picor va a desembocar en un dolor insoportable, sus piernas
quedarán paralizadas y se verán inutilizadas para el resto del día. Sus padres
insisten en que tome las medicinas pero, desde que salió del hospital, se ha
negado a tomar nada. Todo lo que hace es salir de madrugada, sólo, siempre
solo, para regresar a mediodía a casa y sentarse a esperar.
Es ahí, recostado en su butaca, donde no deja de
escuchar, una y otra vez en su cabeza, el lugar que el destino le tiene
reservado.
-Vivirás de uno a dos meses – le dijo el médico
horas después de la operación. Siento decirte que nos ha sido imposible
alcanzar a tiempo el tumor, está muy enraizado y no podemos extraerlo. Hemos
llegado tarde.
Aun permaneció dos semanas en el hospital. Todo lo
que le dijeron es que estuviese tranquilo, que disfrutara del presente y que
para los enfermos de cáncer, superar las doce del mediodía era un nuevo día
ganado a la muerte porque el pico de mayor vulnerabilidad de su sistema
inmunitario está en las primeras horas del día.
Desde que regresó a casa, abandonó la medicación para
salir cada madrugada a buscar la respuesta a sus preguntas.
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