Dos palabras
Mi primera novia tenía un gran poder sobre mí. Todo comenzó
cuando me susurró al oído “estoy ardiendo”, tenía 15 años y estábamos apurando
los últimos besos de la tarde en la puerta de su casa. En poco menos de dos
minutos ya me había desvestido de pies a cabeza mostrando una erección de
campeonato. Mercedes, que así se llamaba, comenzó a reírse con los espasmos y
convulsiones que invadían mi cuerpo acompañados de jadeos incesantes que
manaban de mi boca como un mantra.
Lo que comenzó como una anécdota divertida y un juego
privado acabó por convertirse en una práctica peligrosa que ponía en jaque mi
dignidad. Mercedes, sabiéndose dominadora, comenzó a hacer uso de su poder en
las más variadas situaciones. Era escuchar cerca de mi oído su “estoy ardiendo”
para verme desprendido de mi voluntad y convertirme en un fanático del deseo
por el cuerpo de mujer recién estrenado de Mercedes.
Oír aquellas dos palabras me arrastraba de inmediato a la
desnudez, a una erección incontrolable. Un viaje de ida al animal que aguardaba
el momento de mostrar sus garras. Me vi desnudo en la oscuridad de las salas de
cine, en mitad de la pistas de baile de las primera discotecas que visitamos, en
cada uno de los conciertos a los que acudimos donde irremediablemente terminaba
encaramado al escenario… En esos momentos nos divertíamos con sus poderes
porque siempre aparecían en contextos adecuados donde, una vez superado el
bochorno inicial, me granjeaban la simpatía de quienes contemplaban la escena
como si de una performance se tratase.
Ya en aquellas ocasiones tenía la sensación de que lo que me
sucedía no era normal. Algo en mí me decía no estaba bien que Mercedes
ejerciese su poder deliberadamente, sin tener en cuenta mi cansancio o mi
abatimiento. Cuando escuchaba esas dos palabras “estoy ardiendo” una mueca de
estupefacción se exhibía en mi cara, duraba apenas un instante, el tiempo en
que mi voluntad quedaba anulada por mis bajas pasiones. Como mientras duraba,
ella no cesaba de reír y disfrutar del espectáculo, rápidamente se diluían mis
objeciones y me dejaba arrastrar aún con más entrega con cada una de sus
carcajadas.
Tomé conciencia del peligro de Mercedes cuando perdí mi primer
empleo a los veintitrés días de comenzar. Mercedes, que hasta entonces siempre
acudía a esperarme a la salida, esa tarde acudió a verme apenas había iniciado
mi turno. Se trataba de una chocolatería donde un gran número de señoras
pasaban la tarde revolviendo un café donde buscaban tiempos mejores que ese presente
que nada les ofrecía. No sé si por compasión con esas vidas para las que el
tiempo pasa muy despacio, sin sobresaltos ni imprevistos, que Mercedes decidió
hacer un aporte para devolverles la vida.
Valiéndose de que tenía las manos ocupadas sujetando la
bandeja de servicio pronunció aquellas palabras para las que no tenía escapatoria. Todo lo que recuerdo fue
que, por primera vez, no recibí ningún aplauso ante mi actuación, más
sexualizada que nunca con la gran cantidad de chocolate embadurnando mi cuerpo desnudo y las
porras y churros que dotaban de simbolismo y significado mi harinosa erección, mis
jadeos y mis convulsiones. El griterío que se formó ensordecía cada uno de mis
alaridos. Cuando todo cesó, me encontré escoltado por dos policías conduciéndome a comisaría y, de allí, a la cola del paro.
Por suerte en esta primera ocasión, los policías se
apiadaron de mí tras explicarles junto a Mercedes lo que sucedía y hacerles una
demostración en la sala de detención. Es la única vez que en comisaría se ha reído a mandíbula batiente y aplaudido con tanto fervor a un detenido. Quedé en libertad después de dar nuestra palabra comprometiéndonos a cuidarnos mucho de volver a montar un
nuevo escándalo público.
Los dos años siguientes Mercedes no volvió a exhibir en público
sus poderes. Mis erecciones reactivas se
fueron espaciando en el tiempo y perdiendo intensidad. Nos convertimos en una
pareja convencional como de convencionales pueden serlo las parejas de
adolescentes. Así permanecimos hasta que, pasados cinco meses desde la última
vez que aquellas palabras fueron mencionadas, tuvimos que visitar el hospital.
Aún hoy no dejo de arrepentirme de aquella visita. Estábamos
en pleno mes de julio, las salas de espera y las habitaciones estaban
abarrotadas de víctimas de la ola de calor que se cebaba con la ciudad en aquel
verano. Nosotros estábamos allí por un motivo más alegre, Carlota, la hermana
de Mercedes, había dado a luz y toda la familia estaba allí congregada para dar
la bienvenida al nuevo miembro de la familia. Debíamos estar congregados en
aquella habitación unas diecisiete personas, el calor era insoportable y el
olor a sudor daba lugar a una atmósfera nauseabunda.
Aguardábamos expectantes la llegada del recién nacido, a
pesar del cargado ambiente todo eran sonrisas, felicitaciones y abrazos. El
momento en el que la enfermera hizo entrada en la habitación con el bebé en
brazos fue acompañado por una ola de aplausos y sonrisas que me hizo rememorar
mis mejores actuaciones. Carlota recibió a su hijo en su regazo y se dispuso a
amamantar por primera vez a su hijo. Se destapó uno de sus pechos y, movido por
un acto impulsivo, el bebé se enganchó a sus engordados pezones.
La escena era contemplada por todos los asistentes por una
sonrisa bobalicona por parte de los hombres y una envidia soterrada entre el
público femenino. Tras las primeras succiones la magia del momento empezaba a
desvanecerse y el calor volvía a manifestarse en toda su intensidad. Justo en
ese momento Mercedes que tenía la cabeza recostada sobre mi hombro derecho al
tiempo trataba de refrescarse agitando el escote de su vestido de lino me dijo al
oído “¡Qué calor hace! Estoy ardiendo”.
En el mismo instante en que escuché esas palabras supe que
estaba perdido. Hice todo lo posible por controlarme pero no pude. Comencé a
soltar alaridos, me desnudé más rápido que nunca y mostré la erección más
grande que he experimentado en mi vida. Juro que traté de que no sucediese pero
había algo más fuerte que yo que me arrastraba. Desde aquel momento el
nacimiento de Lucas quedó vinculado para siempre conmigo.
No volví a saber nada de Mercedes, Carlota, Lucas ni ningún
otro miembro de su familia. Desde aquel día no he salido nunca del hospital,
permanezco encerrado en la séptima planta desde hace más de tres años. Ningún
familiar ha venido a visitarme. Todo lo que he recibido, de parte de Mercedes,
la primera vez día que cumplí años en este encierro, fue un aparato de aire
acondicionado con la siguiente nota “Encender antes de cada visita”.
Dos palabras
Reviewed by Ignacio Bellido
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