Patrimonio de mi Humanidad
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Cuadro de Antonio Varas Rosa |
"¡Hay que ver lo cursi que puedes llegar a
ser...!" Me
dijiste con tu sonrisa de medio lado cuando te entregué una rosa de plástico aquella madrugada de miércoles. Caminábamos
de regreso al hostal rodeados de edificios de piedra arenosa. Siglos de
historia que nos ofrecían un laberinto de calles donde perdernos. Rincones
donde otros miles de amantes, que antaño los recorrieron, suspendieron el paso
del tiempo al juntar sus labios. En cada beso un universo entero. Calles donde
miles de Calisto se prendaron de otras tantas Melibea para terminar arrojados
al vacío de los sentimientos sentidos y no correspondidos.
Y yo te repito ahora, perdiendo mi vista de nuevo en el horizonte
de la piedra, lo que entonces te dije en mitad de la Plaza Mayor. “Todas
estas piedras están envidiosas de la arcilla de tu cuerpo”. Esa arcilla que
se dejaba moldear al contacto de mis manos urgentes. Una materia dúctil,
rebosante de firmeza, cimentada en la robustez del ánimo de los amantes
adolescentes que éramos. Una piel que, a cada llamada de la pasión, nunca
devolvió un sonido hueco como respuesta y que dejó un eco inextinguible en el
colchón.
Llevo varios días explorando las mismas calles. Buscando el rastro del hilo de Ariadna que dejamos para no extraviarnos, la promesa de que pasara lo que pasara volveríamos a buscarnos. He recorrido las cafeterías que frecuentamos por si aún queda en ellas un rastro de ti. He tirado decenas de monedas al pozo implorando que vuelvas.
Las calles están desiertas a esta hora de la mañana. Las
paredes se desperezan devolviendo el eco de las conversaciones que han
escuchado durante siglos. Entre este armónico murmullo, te confieso que sigo
prefiriendo el elocuente silencio de tu mirada. El candor de unos ojos, los
tuyos, que no se conformaban con la fachada. Dos ojos cargados del poder de
mirarme desde fuera y removerme por dentro.
Alcanzo la puerta de la Universidad ésa de la que decíamos
que un día sentaríamos cátedra. No soy el primero en detenerme frente a su
umbral. Un grupo de turistas japoneses se me ha adelantado, pertrechados todos con
sus cámaras para librar su particular batalla con la suerte, buscando la famosa
Rana que marca el devenir de los estudiantes que hasta aquí, cada año, se
asoman. No son nosotros pero se parecen a aquellos que fuimos y que permanecen
retenidos, para siempre, en las fotos que aún conservo.
Rememoro en esta parada cómo contemplabas fascinada este emblema del plateresco, al tiempo que mi
mirada se fijaba en tus labios y quedaba prendado de tu silueta. Escucho como
si aún estuvieses a mi lado el discurso que me dabas acerca de las figuras que
nos vigilaban desde el alero del tejado. Figuras que según decías “son los símbolos
de que el fin del hombre es descubrir la verdad desnuda, porque en lo verdadero
está lo inimitable y en lo falso lo impersonal”.
Lo único que quería oír en aquella fecha, aprovecho para
confesarte, era el croar de los muelles de un lecho compartido al que le
pedíamos unas horas más. Todo el conocimiento que por entonces quería atesorar,
estaba en las lecciones que aprendía en las enseñanzas de tu torso desnudo.
Sí, tenías razón, no hay ciudad más hermosa que Salamanca. Dueña de un frío que asienta la argamasa de sus piedras y sillares. Amante del calor templado que emanan los estudiantes que tratan de aprehender la vida. Ciudad instalada en la devastadora soledad de sus calles en la primera hora del día, tras un bullicio que tocó retirada en la última hora de la noche. Salamanca, parte del laberinto de nuestra historia y enredo de nuestra existencia.
He pasado un mal momento, ya lo sabes, al
acercarme a la estación en la que perdimos el tren cuatro días seguidos. Mi
caminar se ha detenido al oír el traqueteo que se acercaba. Mi respiración se
ha ahogado y un relámpago ha atravesado mi corazón. Lo siento. No he podido ir
en búsqueda de nuestro último recuerdo.
Me he dado la vuelta porque yo vine aquí de
nuevo para pensar en tu compañía. Porque aún soy incapaz el dolor que la imagen de tu espalda me dejó
el día que te marchaste para siempre...
Mi camino debe continuar. Hoy soy yo quien debe
darte la espalda, porque lo que ya no pervivirá nunca más seremos nosotros. Ya
no lanzaré más gritos ahogados con tu nombre. Nadie volverá a comprobar que los
te quiero de entonces siguen anclados en alguna de estas paredes. Me marcho.
Quien se quedará para siempre será el mundo, quedará
esta Salamanca tan monumental como la conocimos y de la que otros serán
herederos. Sí quedará, como quedo yo, desolada.
Este texto ha tomado como inspiración el relato de Ángel de Arriba "La buena Compañía" publicado en su blog Cortoletrajes del escribidor.
Patrimonio de mi Humanidad
Reviewed by Ignacio Bellido
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13:01
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