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Una Relación con Obsolescencia Programada



El lavavajillas se estropeó hace más de tres meses, justamente el día después de haber comprado dos paquetes de pastillas de triple acción en oferta. Así que ahora tengo cincuenta y seis pastillas sin forma de poder consumirlas y encadeno ciento siete días fregando a mano como penitencia. 

No me atrevo a desprenderme del lavavajillas. Sigo dándole vueltas a qué es lo que pasó. ¡Cómo no me dí cuenta de que iba a terminar ocurriendo! En quince años de convivencia estaba obligado a haber detectado algún síntoma, un leve indicio que despertase mis alertas. Nada. No paro de visualizar una y otra vez esa mañana. El día había comenzado como siempre, al terminar de desayunar metí la taza, el exprimidor, los cubiertos y el plato del desayuno, introduje la pastilla, seleccioné el programa corto, como hago desde que no hay nadie más en casa, y pulsé el botón de arranque. Me lavé los dientes, terminé de arreglarme para ir a trabajar y salí sin haber notado ningún sonido extraño en sus latidos ni en sus desahogos.

Al regresar, ya de noche, percibí que algo no iba bien al cruzar el umbral de a puerta. Sentí la violencia de un golpe en la boca del estómago y, al momento, me ví arrastrado al balcón de un abismo inesperado. Un piloto rojo iluminaba la cocina como el láser de un francotirador buscando hacer diana con mis sesos. Toda una señal de emergencia. Apresuré el paso, pulsé el botón de apagado con la urgencia del protagonista de una película de terror, abrí la puerta del lavavajillas y mis ojos buscaron el dosificador de la pastilla. Todo ok, no había pastilla. Los platos estaban aparentemente limpios, no había marcas de ningún vaso roto ni eché nada a faltar. Aliviado tuve que sentarme a tomar aire e intentar rebajar temblores musculares que la descarga adrenalina me había provocado.

Me serví un vaso de agua bien fría y, más calmado, lancé un nuevo vistazo al lavavajillas. Ahí estaba. La ruleta que marca el avance del programa de lavado estaba detenida a mitad de su avance sin haber completado su recorrido. Parada en el momento exacto de su obsolescencia, igual que el reloj de Dostoievsky se detuvo marcando la hora exacta de su defunción. Intenté girarla para intentar devolverle a la vida pero fue en vano, seguía bloqueada. En un intento desesperado, cogí el destornillador y comencé a desarmar el aparato. Quité todos los tornillos intentando llegar lo antes posible al corazón de la máquina: el programador. Por el camino descubrí que bajo la cromada piel de la puerta no se oculta otra cosa que la fragilidad del poliespán. Y, al llegar donde pretendía, topé de bruces con una sofisticada maquinaria de ruedas dentadas engarzadas entre sí. Hice un rápido análisis superficial y, en un intento desesperado, intenté hacer girar el mecanismo con la punta del destornillador hasta que todo quedase en un sitio y poder volver a la normalidad. No hubo resultados. En ese preciso instante me lamenté por no tener a mano un fonendoscopio como los ladrones de cajas fuertes y detectar, a través de la mínima variación del sonido, la combinación que permitiera a mi lavavajillas seguir funcionando.

Derrumbado, tras dos horas de esfuerzos ímprobos, lo dí todo por perdido y volví a atornillar cada una de las piezas. Llevé a cabo la tarea con el ánimo del que intenta reconstruir un pasado que sabe que no volverá. Resignado a la certeza de que nada será como se había contado hasta entonces, con una nueva configuración de las partes que conformarán una historia igual en apariencia pero distinta en los matices ala que había venido siendo contada. Al terminar, sobre la mesa de la cocina quedaron dos tornillos y un trozo de poliespán quebrado. Objetos ya inservibles que no tardaron en ir directos a la basura. El destornillador descansa, desde esa noche, en un cajón del que no ha vuelto a salir.

Ahora son muchas las noches en las que me despierto sobresaltado. Devorado de culpabilidad. En estos episodios de desvelo repaso mentalmente, con insistencia, estos quince años juntos. Intento identificar alguna señal de alerta que pasé por alto, algún descuido al no recargar el depósito de sal, no haber limpiado el filtro a tiempo o los momentos en que pude darle más carga de la que era capaz de soportar. Paso estas horas a oscuras, sentado mirando fijamente la luz roja del piloto que prendo como única compañía hasta que amanece. Los minutos avanzan despacio, casi detenidos mientras me aferro, con fuerza, a las cincuenta y seis cápsulas triple acción con las que poder pasar página.
Una Relación con Obsolescencia Programada Reviewed by Ignacio Bellido on 23:19 Rating: 5

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