Cruzar la Calle
Acabo de guardar la tarjeta de crédito en la cartera. Recojo
las bolsas con la compra, me despido con un educadísimo “que tangas un buen
día” y me dirijo al ascensor para llegar al aparcamiento. Y así, en un abrir y
cerrar de puertas me doy de frente con Ella. Antes de que salgamos del asombro
ya he logrado escabullirme en el ascensor que me dirige directo al recuerdo del
descenso a los infiernos de mi adolescencia. Aquella caída que no se habría
producido jamás de no ser por Ella. Por eso, no la he saludado y no he tenido
otro remedio que huir.
De aquello hace veinte años. Fue una tarde de junio en la que
la ciudad olía a tormenta. Yo iba de camino a la biblioteca a preparar el
examen final de Historia que tendría a la mañana siguiente. Mi título de la ESO
estaba en juego, era un todo o nada, aprobar ese examen o quedar para el resto
de mi vida mancillado por el estigma de ser repetidor. Un resultado que podría
condenarme a un limbo de difícil escapatoria. Allí me dirigía, cargado de la
seguridad que me daban mis Converse blancas nuevas y unos Levi’s, también de
estreno, que me decían que nada iba a poder conmigo.
Son apenas quinientos metros los que separan mi casa de la
biblioteca. Hago el camino sintiéndome invulnerable mientras en el discman que
llevo de la mano, junto a los apuntes que debo memorizar, suena a todo volumen
el Club de los Poetas Violentos. Camino con la barbilla en alto, impostando una
ligera cojera que no existe para darme un aire de tipo duro cuando, al otro
lado de la avenida la veo, es Ella.
La había conocido el fin de semana anterior en un botellón
que se organizó en la casa de alguien de quien sólo te aprendes el nombre el
tiempo suficiente para poder entrar. Tuve la suerte de que, en uno de esos
juegos que consiste en beber lo más rápido posible para que la vergüenza escape
viéndose amenazada, Ella se sentase a mi lado. Hablamos, mucho, sin apenas
prestar atención a lo que pasaba a nuestro alrededor. Desde el minuto cinco,
alcancé el convencimiento de que tenía delante a la mujer de mi vida.
Mientras caminaba pensando en ella, en si la volvería a ver,
en cómo de largos serían cada uno de nuestros besos, en el nombre que
pondríamos a nuestros hijos y los lugares a los que escaparíamos sin dejar rastro; allí que puedo verla. La música
de mis auriculares cesa y empiezo a escuchar cómo la ciudad suena a Kenny G,
unos acordes que son como unas trompetas de Jericó anunciando que el muro de su
corazón se está derrumbando con cada uno de mis pasos. La llamo, ella se para,
me saluda y sonríe. Me siento invencible. El rey del mundo. Son apenas unos
metros los que nos separan. El corazón percute sin descanso en mis costillas.
Bajo de la acera, estoy imparable, me quedo parapetado entre
un coche y una furgoneta deseando cruzar este río de asfalto que me separa de
la otra orilla donde me aguarda Ella. De repente, me ahogo. Me ahogo mientras una corriente de agua no para de entrar en mi
boca abierta y calar hasta el último rincón de mi cuerpo. Un maldito camión que
se dedica a limpiar las calles y drenar el alcantarillado está escupiendo su
agua sin reparar en mi presencia. Me estoy ahogando en la primera tormenta
artificial del verano. Me ahogo y sólo puedo verlo todo pasar todo en slow
motion.
Veo la misma cara de asombro que aún conserva. Veo al
conductor del camión pidiéndome perdón. Veo a una señora a la que se le escapa
una sonrisa y a dos jóvenes que se descojonan al tiempo que me señalan. Cuando
el camión y la borrasca que lleva consigo desaparecen vuelvo a mirarla. Ella
comienza a reírse. Consigo cruzar hasta al otro lado fingiendo una naturalidad
que trata de restar importancia a lo que acaba de suceder.
Estoy empapado de arriba abajo. Hablo un poco con Ella hasta
que comienzo a darme cuenta del desastre. Mis zapatillas nuevas perdiendo
su tono blanco comenzando a teñirse de azul. Los pantalones están
empezando a sangrar toda la sangre del príncipe de cuento que ya nunca seré para Ella. En mi mano, los folios que contenían el peso de la Historia se volvieron livianos, unos pergaminos en los que, todo lo que aparece, son unos
jeroglíficos que ni el más experto egiptólogo podrá descifrar jamás. Acabada la conversación, eché a correr.
Corrí de vuelta a mi casa, llevando conmigo la tinta azul
suficiente para dejar marcado bien a fuego en mi memoria el peor día de mi
vida. Llegué a mi casa y lloré. Sí, lloré la tinta de una historia que no era la
que hubiese querido escribir con Ella. Lloré porque me sentía doblemente
humillado. Lloré porque ese día perdí la oportunidad de ser alguien distinto. Porque
en esa tormenta renuncié a muchas de mis aspiraciones. Perdí a la primera mujer
de mi vida y sólo recibí a cambio un suspenso en Historia.
Ahora, tantos años después, cada vez que siento que un
problema invade mi cabeza y amenaza con hundirme ante el menor contratiempo,
pienso en aquel día. En la sensación de seguridad que llevaba conmigo luciendo mis zapatillas y pantalones nuevos, en la sensación de ser indestructible,
en saberme capaz de enfrentarme a todo y a todos. Ahora sí, para no volver a
tener que llorar de nuevo la humillación de aquel día, siempre miro a ambos
lados antes de cruzar.
Cruzar la Calle
Reviewed by Ignacio Bellido
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12:48
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