Tenemos que hablar - Ignacio Bellido
Tenemos que hablar
El primer dÃa que fui a comer a casa de mis suegros dejó un recuerdo que no hemos podido olvidar
Estuve toda la comida hablando, hablando, hablando. Cuando
estoy nervioso no puedo parar de hacerlo. Enlazo una palabra con otra, mezclo
temas de conversación y opino de cualquier cosa con tal de no seguir escuchando
los mensajes de mi cuerpo. Las manos sudorosas, el pestañeo incontrolado, la
ceja apuntalada y el remover de mis intestinos son los indicadores de que estoy
ante una situación que me inquieta.
No paré de lanzar palabras desde que entré por la puerta.
Desde que la madre de Lourdes abrió la puerta he estado participando en todas
las conversaciones. Primero con los mensajes de bienvenida y los “ya era de que vinieras a comer a casa con
nosotros”, seguido del recorrido turÃstico por una vivienda decenas de
veces recorrida. La única diferencia es que hoy, la fauna que en mis anteriores
visitas sólo aparecÃa en los murales explicativos que cuelgan de las paredes, han
cobrado vida mostrándose en su hábitat natural.
El recorrido finalizó en el comedor donde reposaba mi suegro
haciendo alarde de sus mayores riquezas: cervezas de importación, vinos de reserva,
una tabla de embutidos con queso y varios encurtidos. Orgullo de despensa de
hombre de mediana edad que no desea otra cosa que jubilarse. Nos hemos sentado
en el sofá, hemos hablado del arbitraje del partido de anoche sin
apasionamientos hasta que me ha sacado tarjeta amarilla cuando no he aceptado
las bebidas que me ofrecÃa y me he decantado por un refresco. Por suerte ha
irrumpido mi cuñado en el terreno de juego recién salido de su cueva camino de
la terraza para fumar un cigarro.
Aprovechando la circunstancia he salido a tomar el aire
fresco con él y estrangularme con el humo del tabaco que desde hace años no
fumo. Allà he replanteado la situación, debo de dejar de jugar al contragolpe
en las conversaciones. Debo tomar el mando de la conversación durante la
comida. Dominar el ritmo. Me he dicho a mà mismo: habla, habla, habla. Al entrar
de nuevo en el salón mi boca ya emanaba palabras. Desde ese momento hasta la
llegada del café, he hablado un poco de polÃtica pero sin significarme, pasado
de puntillas por mi situación laboral, he preguntado a mis suegros acerca de
los avances en la reforma de su casa de verano, a mi cuñado por un par de
conocidos en común y he cerrado mi perorata dejando que fuese Maite quien
pusiese el fin de fiesta contando un par de anécdotas con las que ridiculizar
nuestro amor.
El café ha llegado acompañado de unos riquÃsimos pasteles.
Ha sido el momento en que se ha declarado el alto el fuego, se han envainado
las espadas y, cada uno, después de coger un milhojas con el que significar el
armisticio ha regresado a sus tierras en paz. Mi suegro se ha sentado en el
sofá, mi cuñado ha escapado a la terraza, mi suegra se ha quedado sentada a la
mesa, yo me he quedad con ella y Maite ha salido corriendo al baño.
En la casa se ha instalado la fatiga, el cansancio de
después de la batalla, de la tensión y se ha dejado que la televisión sea quien
marque el contenido de la vida. Mi suegro ha sintonizado el canal deportivo a
lo que mi suegra ha lanzado el comentario “¡qué cruz! estás fútbol a todas
horas”, mi suegro ha murmurado “y tú viendo a las idiotas esas que sólo hablan
de pelotas y lo que unas y otras hacen con ellas”. Por una vez, he guardado
silencio y he decidido ojear el suplemento dominical para no ser llamada a
filas para esa nueva batalla.
Maite ha regresado del baño y me ha dado el relevo porque ya
se sabe lo que acompaña al café y al cigarro. He hecho un Ãmprobo esfuerzo por
no delatar mi batalla interior, he silbado como quien está afanoso haciendo
tareas menos ingratas y, voy a ser sincero, he disfrutado pensando que ése era
el culmen de mi bautizo como un miembro más de la familia. Como he estado
nervioso todo el dÃa he tardado nada y menos en aliviar mis temores. Un
cosquilleo ha recorrido mis piernas como sabiéndose liberadas de una carga que
no querÃan seguir soportando. He expulsado el aire profundamente y con
satisfacción.
Acto seguido un grito ahogado ha helado mis entrañas al descubrir
una realidad desconocida. No hay papel. Mis ojos como platos han buscado con
urgencia. He abierto cada una de las puertas del cuarto de baño e inspeccionado
cada uno de los rincones. Todo lo que hay es un rollo de cartón suspendido
burlándose de mÃ. La celulosa ha desaparecido, no hay tan siquiera un pañuelo
de urgencia. Tras cinco minutos me he dado por vencido y he tirado de la
cadena.
El camino de vuelta al salón ha sido como el regreso del
soldado vencido que vuelve a casa herido y amputado. Para todos he pasado
desapercibido excepto para Maite, En su cara se ha pegado el cartel de la
culpa, sus palabras y gestos dicen, hablan, conversan pero la suciedad de la
conciencia del error sigue presente. Ninguno de los dos hemos dicho nada.
Han pasado cinco años desde aquel dÃa. Maite y yo nos hemos
ido a vivir a otra ciudad y tenemos una niña, Julia. También seguimos teniendo
una conversación pendiente.
Tenemos que hablar - Ignacio Bellido
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