El día que la UDS fichó a Romario
A finales del 95 la Unión Deportiva Salamanca especuló con fichar al mejor jugador del mundo del momento: Romario da Souza. Fue el principio del fin de mi infancia.
Cuando cumplí catorce años dejé de patear el balón entre los
coches de mi calle. Había llegado el momento de exhibir mi talento con los pies
en los campeonatos escolares de la ciudad. Enfrentarme a gente desconocida,
recorrer las calles de la ciudad en busca de pistas de cemento rosa que
desteñirían mis pantalones y dejarían cicatrices imborrables en mis piernas.
Cuando cumplí catorce, tuve mi primer bono transporte en propiedad.
Dicen los de fuera que Salamanca es una ciudad pequeña. A
esto yo les digo que en mi barrio, Garrido, decimos que algo es grande
dependiendo del tamaño de su horizonte. Si algo tenemos en mi ciudad son
horizontes sin montañas ni construcciones que los acorten. Mediados los
noventa, eran de tal tamaño que, mientras yo me asomaba al mundo con mi bono de
autobús de cartón de diez viajes, la ciudad soñaba con que el futbolista de
dibujos animados jugara para el equipo de la ciudad.
Eran sueños de una ciudad que disfrutaba del fútbol los
sábados con Telemadrid los más modernos y con la señal de la Peña de Francia
los más arcaicos, de los comentarios de Don José los domingos en La Helmántica
y de crónicas deportivas en los tres diarios locales que por entonces
circulaban. El fútbol en aquellos años olía a puro y barro, a bocadillo los
domingos por la tarde, al pegamento de unos cromos en los que mi equipo nunca
salía.
A mi recién estrenada pubertad yo sabía del mundo exterior
lo que leía en las portadas de los periódicos. Digo bien, portadas, porque cada
mañana antes de asistir a clase pasaba junto al kiosco para hacer un rápido
repaso visual de cómo estaba el mundo. En aquel momento mi mudo era la portada
del Marca. Allí concentraba gran parte de mis esperanzas, frustraciones y
sueños donde, cada domingo en la mañana y cada lunes, repasaba con ansia los
marcadores de la última jornada que marcarían el estado de ánimo con el que
afrontaría el resto del día.
Eran fechas inolvidables para la ciudad. El nombre de Salamanca
aparecía con frecuencia en las portadas de los diarios deportivos nacionales.
Nuestro equipo, la Unión, había vuelto a la primera división por primera vez
desde mi nacimiento. Aún hoy recuerdo, la decepción que supuso el hecho de
quedarme sin entrada para aquel partido de promoción en el Helmántico contra el
Queso Mecánico de Zalazar, Molina, Santi Denia y el imberbe Morientes. Aquel
gol del uruguayo desde el centro del campo me amargó mis últimos días de
colegio.
Apenas una semana después la tristeza se volvió euforia con
el 0-5. Esa noche me abracé a gente a la que no conocía que lloraba de alegría.
Deambulamos sin saber dónde ir ni a quién seguir para celebrar la victoria. Esa
noche de junio toda la ciudad durmió con una sonrisa en la boca abrazada a la
certeza de que habíamos vivido algo inolvidable. El recibimiento la tarde
siguiente en la Plaza Mayor al equipo fui sobrecogedor y allí estaba yo. Mecido
por la multitud, gritando vítores en una sola voz, momentos en los que nos
dejamos llevar libres y salvajes como cantaba Manolo Tena.
Gracias a la Unión comencé a desear un lugar para mi ciudad
en el mundo. Quería encontrarme una foto a portada completa en el Marca de los
logros de mi equipo, por eso corría cada lunes hasta el kiosco: para saber lo
grandes que podíamos llegar a ser. Era tan grande lo que sentía por mi equipo
que no concebía que el resto del país permaneciese ajeno a ese sentimiento que
nos embargaba a toda la ciudad. No importaba que ganásemos o perdiésemos, lo
que teníamos para mostrar era un sentimiento, una emoción, la felicidad que
nombres como Lillo, Balta, Sito, Jandri, Torrecilla, Vellisca y Barbará
provocaban en toda la ciudad. El orgullo de ser y de hacer las cosas como las
hacían aquellos chicos.
El tiempo lo contaba por entonces en bonobuses y en jornadas
de liga. Todo lo que existían eran jornadas de liga. De mi adorada Unión o de
mi campeonato escolar. Mientras el paso de las primeras me generaba orgullo, el
de las segundas rabia. La Unión perdía pero no me dolía porque me gustaba la
forma en que perdíamos, sin embargo, las de mi equipo de la escuela me generaba
rabia, frustración, dolor, lágrimas y muchas heridas. Las primeras me dejaron
recuerdos imborrables, las segundas cicatrices que tardaron en desaparecer y de
las que ya no me acuerdo.
El día que fichamos a Romario, imaginamos que nuestros
colores blanquinegros serían parte de un nuevo cuento de hadas, no nos dimos
cuenta de algo. Nuestro equipo era parte de una película, de la película de
nuestras vidas, porque aquella emoción de un mes de junio se grabó a fuego en
nuestra memoria. Luego llegó la liga de 22, el fútbol en abierto los lunes en
antena 3, la ley Bosman, la destitución de Lillo, las portadas del Marca pasaron
a no contar nada, abandonamos la EGB y estrenamos la ESO.
La felicidad de mi último verano de la infancia era una
felicidad de todos. Un recuerdo que nos acompañará siempre allá donde vayamos,
aunque hayamos cambiado el bonobus de cartón por billetes de avión que nos llevan
cada vez más lejos.
El día que la UDS fichó a Romario
Reviewed by Ignacio Bellido
on
19:24
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