El perfume de sus secretos
El recuerdo de un olor puede traer de vuelta a aquellos que un día nos abandonaron
“Muchas de las
respuestas que buscarás en el olor de la casa las encontrarás”. Tenía ocho años
cuando escuchó, por última vez, la voz de su padre. Esta frase ha resonado en
su cabeza durante los últimos veinticinco años.
Pertrechado con una pesada llave de la mano aguarda, ante la
puerta de la casa en la que creció, reunir el valor suficiente para entrar a un
pasado que no le gusta recordar. Varias gotas de sudor resbalan en su frente,
su respiración es agitada y el temblor de la duda le zarandea las rodillas.
Hace un esfuerzo por concentrarse, mucho, pretende reunir el arrojo suficiente
para adentrarse en el pasado. Introduce la llave, con un empujón de hombro
consigue abrir la puerta.
El primer paso es el más difícil. Ante él uno de los mayores
desafíos de su vida, un recorrido, un tránsito del exterior al interior, cruzar
la línea fronteriza que separa el presente del pasado. Atraviesa el umbral, la
oscuridad de la casa le invade el alma, el frío de las habitaciones vacías se
siente en sus huesos y el olor a naftalina le irrita los ojos.
El espacio que le da la bienvenida apenas se parece al que
recordaba. De pequeño aquel espacio era un territorio ilimitado, casi
inabarcable. Hoy no es más que un espacio oscuro y cerrado del tamaño de una
caja de zapatos. Una sensación de claustrofobia comienza a invadir sus sentidos
ahogados por ese olor que lo cubre todo. Dicen que el demonio huele a azufre, a
él le huele a su vieja casa, a naftalina.
Tras varias respiraciones profundas logra recomponerse.
Avanza con lentitud a pasos cortos, apenas levanta los pies del suelo. La
oscuridad, poco a poco, lo va devorando. Entre tanta penumbra alcanza a
distinguir las formas de los pesados muebles, en su interior cuelgan los trajes
de la desolación y el abandono, en las paredes se perfilan los estantes en
donde lo único que reposa es el polvo, en el centro de la habitación un colchón
en el que lleva tiempo durmiendo el olvido. Lo que descubre no ayuda a
tranquilizarle.
Este es el lugar preciso para hallar las respuestas que
busco y no debo marchar sin ellas, piensa. Abre los pesados cajones buscando señales
que indiquen que está próximo a encontrarlas. La decepción se va instalando en
su corazón con cada nuevo cajón descubierto, con cada puerta que va dejando
atrás. Siente la tentación de abandonar.
Ya sólo le queda por rastrear su cuarto de cuando era niño.
Allí están los juguetes que dejó abandonados el día que se marchó camino del
internado. Sus soldados de plástico siguen aguardando en sus trincheras que se
declare el alto el fuego, la peonza ya recuperada de los mareos tras tantos
bailes, incluso sus zapatillas de cuadros siguen esperando los pies de un niño
a los que dar cobijo.
Todo sigue estando igual que como lo dejó. Su cama, su mesa
de estudio, su silla, su cómoda, su armario. Se ve a sí mismo en aquel espacio.
Cómo disfrutaba de tardes enteras jugando entre esas cuatro paredes con su
madre. Esa alegría se esfumó de pronto. La tristeza no dejó rastros de pasadas
alegrías cuando mamá se marchó para siempre. Desde entonces la casa fue ocupada
por un único habitante, el silencio. Nunca más se jugó al escondite dentro de
aquella casa, no volvió a jugarse a nada.
Cuando su madre desapareció su padre agachó la cabeza para
siempre y sus ojos no volvieron a alzar la vista del suelo. Quedó postrado en
un letargo del que nunca se recuperó, que le mantuvo encerrado en casa para el
resto de su vida esperando el regreso de su esposa. La casa que había estado llena de la vida de
su madre, se cubrió de la desesperanza que trajo consigo el desvanecimiento de
su proyecto de familia. Trató de conservar su presencia con aquel olor que le
recordaba a ella.
Abre todos los cajones. La rabia por no encontrar lo que
busca le hierve poco a poco la sangre. Descubrir que las últimas palabras que
le dijo el loco de su padre no velen de nada le invaden de ira. Ser consciente
del error que ha cometido durante años al albergar esperanza en aquellas
palabras le hace perder los estribos. Un grito se escapa de su garganta para
romper la quietud de una atmósfera que llevaba décadas sin ser agitada. Arroja
los juguetes al suelo, patea la mesa con una fuerza inusitada, lanza un
puñetazo contra la puerta del armario. Un nuevo grito pone fin al estallido de
violencia.
Se ha hecho daño en la mano. Sacude sus dedos para aliviar
el dolor que le sobrecoge, con el golpe la portezuela de su armario se ha
salido de sus goznes. Maldice con más fuerza y arroja, movido por el último gramo de furia, la
puerta contra el suelo. Su respiración se detiene, su mirada se congela. Un
esqueleto aparece allí, acurrucado, vestido con las ropas que su madre llevaba
cuando jugaron por última vez al escondite.
Lentamente, se gira sobre sí mismo, dirige sus pasos hacia
el exterior del cuarto. Comienza a correr deseando salir de la casa lo antes
posible. Arranca el coche y conduce todo lo que deprisa que puede, como si
huyese de un tornado, de la tormenta de preguntas que surgen con cada nueva
respuesta.
El perfume de sus secretos
Reviewed by Ignacio Bellido
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Me vino a la cabeza la película Elle s'appelait Sarah.
ResponderEliminarPero sí, es increíble cómo un olor es capaz de transportarnos a los más lejanos recuerdos que permanecían en el olvido...
Tomo nota de la película para visionarla.
EliminarMe alegra saber que esta historia pueda haberte evocado el recuerdo de un olor, de un momento y de una persona. Deseo que haya sido un recuerdo agradable.
Un saludo