El Orgullo de los Imperfectos
Su silencio le hace fuerte.
No habla para no perder la concentración. Piensa que el aire debe ser traspasado de forma sutil y sin vacilaciones, las palabras no son más que dudas y rasguños tratando de quebrar su propia atmósfera. Sus gestos son serios, sobrios, contenidos propios de quien ha estado largo tiempo guardando lo que siente porque no quiere hablar del sinsentido.
Nunca le ha gustado jugar. Mentira. Sus juegos fueron
siempre solitarios. Puede resultar algo normal cuando uno se ha criado en un entorno
como son los Alpes. Inmediatamente vienen a la mente imágenes de prados verdes,
de infancias felices, de niños conviviendo de tú a tú con la naturaleza. Pasatiempos
cargados de inocencia. Montañas nevadas y aires heladores que parecen haber
congelado el rostro y palidecido la piel del primer hombre blanco en recorrer cien metros en menos de diez segundos, el atleta francés Christophe Lemaitre.
El atletismo, como todo juego, es una forma de buscar un significado a la propia existencia
Como bien sabe Christophe Lemaitre gracias al atletismo el rubio francés nació de vida al cumplir los quince años. Hasta entonces, el pálido velocista, no era más que un espectro que apenas salía del cuarto de su casa en Aix Les Bains en donde, nada más alcanzar el umbral de la puerta se descalzaba y atravesaba sigilosa y velozmente la casa para evitar preguntas acerca de su día en la escuela. La habitación era su refugio, un fortín donde sentirse impenetrable. El rincón donde buscaba el remedio contra la eterna tristeza del que descubre, quizá demasiado pronto, que la vida es imperfecta.
Hasta cumplida la quincena Christophe Lemaitre era conocido
por su silencio, por estar siempre solo, por rehuir la compañía de los chicos
de su edad. En las veinticuatro horas que tiene un día apenas llegaba a
pronunciar más de cien palabras, que le convertía, a ojos de sus vecinos,
profesores y familiares, en el sinónimo del eterno infeliz. Todos especulaban
acerca de los motivos de su silencio sin saber que la mutilación de su lenguaje
era provocada por una lengua que se contenía. Nada sabían ellos del drama en el
que vivía, del sacrificio que se imponía a sí mismo, de la persecución
silenciosa que sufre quien es el divertimento de los más fuertes en una cárcel
de pupitres.
El verano era su liberación, una libertad efímera como sólo
puede serlo el verano en los valles alpinos. Una moratoria propia para dejarse
arrastrar antes de que se produzca un nuevo encierro. Lemaitre pasaba los
veranos calmado pero liberado como lo están los alumnos que van avanzando
cursos, de puntillas, sin que nadie espere nada de ellos. De la misma manera es
como esperaba que pasaran las fiestas de verano en la Venecia de los Alpes, con
discreción, sin sobresaltos y con el sentimiento de desconsuelo que esa fecha significaba
en su calendario, el inicio de una nueva cuenta atrás para volver de nuevo al rincón
ausente de un aula. El comienzo de la cuenta atrás lo empezaría después de esa
absurda carrera de cincuenta metros a la que un amigo de sus padres,
organizador del evento, se empeñó en apuntarle en un vano intento de que el
mortecino adolescente fuese capaz de estar rodeado, fuera de los muros de la
escuela y por primera vez en los últimos veranos, de jóvenes de su edad durante
diez segundos.
Fueron menos de diez segundos lo que duró la carrera. Un
visto y no visto. Aún hoy, en esta zona de los Alpes franceses se habla de aquella
competencia. Los vecinos recuerdan con admiración al joven blanco surcado por el acné que, como un fantasma, corría sin tocar el suelo, de
unos ojos candentes por la rabia de un adolescente que, al cruzar la meta, lanzó un grito que aún hoy retumba en las montañas, el grito de alivio y triunfo de quien ha puesto fin a su martirio al saber que ha derrotado a quienes le flagelan. Sus padres no olvidan jamás esos cincuenta metros, porque fue
en ellos donde encontraron la sonrisa perdida de un hijo que creían absorbido por la melancolía.
Los héroes clásicos libraban batallas con toda clase de monstruos,
obstáculos, adversidades y tentaciones a las que debían hacer frente y de las
que salir indemnes para ganarse el favor de sus conciudadanos y un lugar en sus
recuerdos que compartirían, recurriendo a palabras grandiosas, con las
siguientes generaciones. Los héroes de hoy se forjan en el mundo del deporte. El
mundo admira a quien es capaz de crecer a través de las grandes dificultades y
consigue ganarse la admiración de sus semejantes.
Christophe Lemaitre no quiere saber nada de los héroes modernos.
Sabe que el público lo mira como lo miraban en la escuela sus compañeros, como durante años lo juzgaban los adultos que le conocían, como un raro. Alguien que no se sabe muy bien por qué está, de quien lo único que se espera es verle padecer una nueva humillación que sumar a la lista, más cruel por tantas veces repetidas, por los que cree sus semejantes. Sin más premio que la compasión de quienes observan, indiferentes, el espectáculo de lo que creen es el resquebrajamiento de una vida ajena, una víctima más que cae a lo más hondo del infierno que es lo que espera a aquellos que osan comprometer el orden establecido.Lemaitre rechaza cumplir el papel de víctima
que la sociedad tiene reservado a los que considera marginados, pues ya estuvo condenado a ese ostracismo durante años. Lo hoy que quiere es ser un emblema de quienes se rebelan. Un adalid de los inconformistas. El azote inesperado de los que se empeñan en decir que no se puede. El quebranto de quienes se compadecen de los demás por temor a su propia fragilidad. El orgullo de los que se saben imperfectos.
Christophe Lemaitre no quiere que hablen de él como ese blanco
que corre como un negro, ni como alguien que trata de poner en jaque el dominio
sobre el tartán de los atletas de color. La lucha del francés trasciende esta
meta que no es la suya sino la de periodistas en busca de una noticia
inesperada. Su particular cruzada está en ser una muestra de que es posible
romper barreras psicológicas como él hizo, en su primera carrera, con las que sus
compañeros de secundaria llevaban tiempo erigiendo para él. En el atletismo
como en la vida el deseo, la ambición, la voluntad y el trabajo constante no
sólo derriban muros sino que construyen caminos.
El Orgullo de los Imperfectos
Reviewed by Ignacio Bellido
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